Con tres siglos de vida, la RAE sigue siendo noticia

Por: Mónica López Ocón

Pocas instituciones reciben más críticas que la Real Academia Española. La no aceptación del lenguaje inclusivo la convirtió en blanco de todos los dardos. ¿Se entiende su función o se la confunde con un tribunal que legisla sobre la lengua y tiene poder de policía?

“Limpia, fija y da esplendor”. La frase no se refiere a un viejo limpiador en polvo. Tampoco se trata de los múltiples productos para la limpieza del baño que los avisos televisivos muestran como  grandes inventos masculinos para que los utilicen, invariablemente, las mujeres.

Se trata, ni más ni menos, que del lema de la Real Academia Española (RAE), institución que, a pesar de haber sido fundada en el siglo XVIII, aún sigue generando encendidas polémicas. La última -y quizá una de las más calientes-se produjo cuando al comunicar la reciente incorporación de vocablos a su propio manual de estilo para escritores digitales, se comprobó que el llamado lenguaje inclusivo no figuraba en la lista de inclusiones, valga la redundancia.

La guerra de epítetos contra la RAE en las redes no se hizo esperar, lo que desató una reacción tan violenta que no dejó espacio para la reflexión.

Uno de sus miembros, nada menos que el escritor Javier Marías que ha escrito diversos artículos en El País contra el concepto de lenguaje inclusivo, dijo desde sus páginas: “Veo pocos casos de mayor ingratitud que la dispensada a la RAE. Lo habitual es que se lancen denuestos y burlas contra ella; que se la considere vetusta y ‘apolillada’. Cuando tarda en admitir términos nuevos, se la critica por lenta y timorata; cuando se apresura a incorporarlos (y a mi parecer lo hace en exceso, sin aguardar a ver si una palabra arraiga o caduca en poco tiempo), se la acusa de manga ancha y papanatismo. Si rehúsa agregar vocablos mal formados, idiotas o espurios, probables flores de un día, se le achaca cerrazón y si se niega a suprimir acepciones que molestan a tal o cual sector (es decir, a ejercer la censura), se la tacha de machista, racista, sexista o ‘antianimalista’, sin comprender que las quejas han de ir a los hablantes, los cuales emplean las palabras que se les antojan independientemente de que figuren o no en el diccionario.”

Javier Marías no reconoce al llamado lenguaje inclusivo como una consecuencia lingüística natural del empoderamiento femenino, sino más bien como una imposición autoritaria que se le hace a la lengua en nombre de posiciones ideológicas que pretenden hacer tabla rasa con los mecanismos que son inherentes a ella.

Otro de sus miembros, Arturo Pérez Reverte, amenazó con dejar la institución si esta reconocía las nuevas formas neutras. El propio director de la RAE, Darío Villanueva, se refirió al tema en una entrevista aparecida en El País. “La corrección política – dijo- es una forma de censura perversa, que no procede del partido, del Gobierno o de la Iglesia. Es una censura difusa, que no sabemos muy bien de dónde viene, y según la cual, hay cosas que no se pueden decir. Exigen que se retire del diccionario una determinada palabra. Y cada grupo dice cuál es la palabra que no quiere que esté en el diccionario. Cuando si están ahí es porque la gente las usa. La Embajada de Japón protesta porque en el diccionario está kamikaze. Incomoda judiada. Y a los jesuitas, jesuítico, en su acepción de hipócrita. Esto no tiene fin. Llegan todos los días peticiones. La última, que hay que retirar la palabra racional, porque es una ofensa a los seres irracionales.”

A la institución se la acusa de ser conservadora, cosa que puede ser cierta, ya que ha tenido durante sus tres siglos de existencia tiempo suficiente para cometer los mismos atropellos contra las mujeres que nuestras instituciones vernáculas han sabido cometer en tiempo récord. El propio Villanueva hace su mea culpa: «la institución que hoy dirige no admitió en su momento a Gertrudis Gómez de Avellaneda, luego a Emilia Pardo Bazán y por último a María Moliner, la autora del admirable manual de uso del español a la que suele pintarse como un ama de casa que escribía acepciones luego de limpiar y dar esplendor a su casa, como una forma de reducir su talento y su saber a dimensiones domésticas.

Pero no es necesario buscar ejemplos de machismo en una institución con 300 años de trayectoria, porque éste se manifiesta y se ejerce en todas partes. Si en la Argentina fue necesario instaurar en distintos ámbitos la discriminación positiva estableciendo un cupo femenino fue precisamente porque la sociedad patriarcal no expresa sus prejuicios y sus fobias sólo en instituciones centenarias.

Seguramente la RAE, como la mayoría de las instituciones, tiene rasgos machistas y conservadores, pero también tiene filólogos y otros especialistas competentes que consideran la lengua desde diferentes perspectivas.

Las críticas que se le dirigen delatan a veces una cierta incomprensión y hasta una sobrevaloración de la institución. Contrariamente a lo que suele creerse, la RAE no legisla sobre la lengua, no es un tribunal con capacidad punitoria, no tiene poder de policía. Su función es mucho más modesta: sólo se limita a cambiar acepciones que se modifican con el tiempo y a incorporar cambios que se han extendido lo suficiente como para ser reconocidos como una modificación efectiva y no circunstancial. El diccionario lo escriben los hablantes de la lengua, no la academia que lo publica. Si sus inclusiones resultan tantas veces urticantes quizá sea porque se espera de ella lo que no es su función realizar. Ya se sabe que los olmos no dan peras. Entonces, por qué esperarlas.

Pese a denostarla, hasta el momento se le formulan preguntas sobre el lenguaje inclusivo a los especialistas generalmente ligados a algún tipo de institución similar a la RAE. Quizá sería una buena idea comenzar a consultar a los escritores, ya que no sólo son hablantes sino que, además, trabajan a partir de la lengua y construyen mundos nuevos utilizando palabras usadas.

Consultada la escritora Claudia Piñeiro sobre el tema dijo: “Lo que determine la Real Academia Española me tiene absolutamente sin cuidado. Es una institución autoritaria no sólo con respecto al lenguaje inclusivo, sino también respecto de cuál es el español que se usa en los distintos países de América. Para mí el lenguaje es el lenguaje que impone la calle, la gente y el uso. La Real Academia viene detrás de todo eso, aunque crea que sus integrantes son los que tienen el poder sobre la lengua. Hasta hace unos años no aceptaban que la palabra matrimonio incluyera a dos personas del mismo sexo y finalmente tuvieron que aceptarla. Primero viene el uso y luego la Real Academia. Si la gente utiliza el lenguaje inclusivo, va a terminar por imponerse lo acepte o no la Academia.” Respecto de la utilización del lenguaje inclusivo en su escritura y de su posible carácter político dice: “No creo que sea de carácter político, sino de usos y costumbres y de buena educación. No utilizo el lenguaje inclusivo cuando escribo porque siento que no lo necesito. Pero si voy a dar una charla en la que hay gente cuyo género desconozco, prefiero decir ‘chiques’ y ‘les’. No me importa si lingüísticamente es correcto o no. Yo prefiero no ofender. Así como en el lenguaje escrito no lo necesito, en la vida lo he necesitado porque muchas veces sentí que si no lo utilizaba, ofendía. Eso se me impone por encima de cualquier corrección.»

Desde dos perspectivas opuestas, Javier Marías y Claudia Piñeiro dicen algo similar: que la Academia va detrás y no delante del uso lingüístico. Y si tardó en aceptar que la palabra matrimonio significa también la unión de dos personas del mismo sexo, es porque la sociedad también lo hizo. Es más, lo sigue haciendo. Sólo basta escuchar las diatribas que el diputado Olmedo realiza frente a las cámaras en nombre de la moral y las buenas costumbres. Y no es el único. ¿Acaso no fueron sus votantes quienes le dieron la posibilidad de pronunciar públicamente sus discursos medievales en pleno siglo XXI?  «

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