Mirtha Zokalski es una artista textil que se especializa en tapices cuya técnica está inspirada en las Molas panameñas y con ella logra un lenguaje propio. Residió en Madrid y se dedicó a la Letras hasta que su vida dio un giro inesperado y descubrió que trabajar con sus manos era su verdadera vocación. En esta nota, la trayectoria de una creadora atípica.
Es doctora en Filología Hispánica, especializada en Literatura hispanoamericana, recibida en la Universidad Cumplutense de Madrid. Desde 1976 y hasta 1994, con algunas intermitencias, fue asistente del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti quien se había exiliado, por la dictadura en Uruguay, en la capital española.
Durante los años 80 y hasta promediar la década de 2000, también se desempeñó como docente de lengua castellana y literatura en escuelas de Madrid. Casi dos años vivió en Nicaragua adonde llegó convocada como profesora de español para extranjeros a fin de enseñar el idioma a los geólogos suecos, daneses, noruegos y suizos que trabajaban en las prospecciones de las minas de Suina y El Limón, en Managua.
La historia de Mirtha con su arte, como ella misma dice, “comenzó de manera casual y casi distraída”. Tres años después de su primer contacto con el tapiz, Mirtha completaba El cielo con las manos, su primer trabajo de envergadura que llevó muchos meses de confección.
Desde 1995 hasta 2014, realizó exposiciones en Centros culturales de esa ciudad y dictó cursos de tapices en distintos ámbitos de la capital española. Desde 2016, de regreso en la Argentina después de 40 años, Mirtha se dedica exclusivamente al arte de los tapices y ha recibido por su trabajo importantes distinciones.
-¿Cómo comenzaste a hacer tapices siendo que te dedicabas al campo de las Letras?
-De una manera casual y casi distraída. Una tarde en casa de una amiga, vi uno que me deslumbró. Era un pueblo de casas encaladas y techos rojos, un cielo azul lleno de pájaros, con sus hombres y mujeres trajinando en sus faenas cotidianas, y niños corriendo alegres. Surgió en mí un impulso desconocido y le pedí prestado el tapiz. La profusión de telas coloridas, esas puntadas imperceptibles parecían una invitación a internarme en ese pueblo inundado de árboles y palmeras.
-¿Y cómo reaccionó tu amiga ante tu reacción inesperada de tu parte?
– No ocultó su sorpresa. No me creyó capaz de reproducir ese trabajo que colgaba en su pared y era producto de manos y saberes ancestrales. ¿Cómo iba a ser posible que yo, formada en Letras y Filología, quisiera darles voz a mis manos?
-¿Y qué te pasó a vos?
– Yo no tenía respuesta, sólo el deseo del intento. Y lo logré. Después de tres meses de copias y mediciones, con algunas variantes, el tapiz quedó listo. Alumbrado por dos focos, iluminó el comedor de mi casa de entonces. Durante cuatro años habité ese lugar en el intento de convertirlo en un hogar. Me aferré a esa ilusión y a mi tapiz.
-¿Seguiste produciendo de inmediato?
-No, para nada. Mudas, las telas sobrantes dormían arrugadas en un rincón. Esa es la historia de mi primer tapiz. Una historia de amor y de tristezas guardadas, en la que a la distancia me cuesta reconocerme.
-¿Y cuándo fue que retomaste el trabajo hasta dedicarte a él como lo hacés ahora?
–No sabría explicarlo, pero un día volví a los colores. Fue el intento de que en cada puntada se fijara la fuerza vital que un ser querido necesitaba para seguir adelante. Esa obra fue una cruz. En ella reproduje la antigua iglesia de la esquina de mi casa, en la villa madrileña de Vallecas, con sus dos torres, su campanario, sus puertas ojivales y el eco sombrío en sus pasillos de piedras gastadas, una casa de paredes encaladas y tejado rojo, y una fuente de aguas cristalinas. Y en el largo madero, un hermoso guacamayo de plumas multicolores. El tiempo empezaba a cobrar otra dimensión. La necesidad de crear encontraba su ritmo y sus temas. Surgían entonces campos donde germinaba en verde el sudor del trabajo, y pájaros y palmeras, mercados y ciudades humildes bajo un sol inclemente donde aparecían hijos, amigos y niños jugando.
-¿Cómo es la relación que mantenés con el arte textil en este momento?
-Cuando camino por calles o mercados y veo la ropa de mujer o de niño, siempre imagino futuros tapices. Más de una vez, de buena gana, sacaría unas tijeras para cortar un pedacito de tela. Por supuesto, nunca cometería tal osadía. Pero con los retazos que recolecto aquí y allá, intento elevar a una categoría superior un simple trozo de tela y hacer de él una obra de arte. Cambiar el destino y darle una vida que antes no tuvo. Y entre telas y puntadas fueron tomando cuerpo todos mis amores, Onetti, Frida, Gabo, Nicaragua, el Chaco, la libertad, el Che… la vida…Y en la vuelta a mi país, la Argentina, el camino se reinicia con nuevos tapices y sigue…
-¿Cómo definirías tu trabajo en relación con la técnica que utilizás?
-Creo que podría encuadrarse dentro del collage textil. Está inspirada en las Molas panameñas y colombianas, el arte textil con el que mujeres de la etnia Guna de estos países, testimonian las costumbres y la identidad de su comunidad. Confeccionan sus piezas cosiendo pequeños trozos de telas de colores superpuestos en capas con los que arman el diseño. También mis tapices están realizados con pequeños recortes de diferentes telas que coso a mano, con puntada invisible, sobre otra tela que funciona como soporte. Luego, destaco alguna de las imágenes con bordados que generan texturas y efectos. Son como un puzle, voy armando el diseño de imágenes que componen el relato visual. Es un trabajo minucioso que insume muchas horas.
-¿Qué tenés en mente cuando hacés un tapiz?
– En mis obras intento plasmar los sentimientos que pueden mover el corazón del hombre: el compañerismo, la sensibilidad, la complicidad, la ternura, la lealtad y la necesidad de construir un mundo libre, luminoso y fraterno. En esos conjuntos nada es casual ni gratuito. Todo tiene un por qué, y cada elemento cumple una función liberadora. Son “realismo” porque esas composiciones son posibles, “mágico” porque son la expresión más fiel de un deseo, íntimo, profundo, amado. Es una manera de cambiar el mundo, de hacerlo más humano y más hermano, sin lágrimas, sin cadenas ni exilios.
-¿Qué crees que aún no has podido lograr?
– Lo único que no he logrado reproducir es el olor a tierra mojada que dejan las rabiosas lluvias de verano, ni el aroma a pan recién horneado, el perfume de la flor del paraíso, el canto de las chicharras chaqueñas, ni el frío que me corre por la espalda cuando escucho un chamamé bien llorón, y rompe el viento la fuerza de un sapukay. Pero, si algo de mi trabajo permite evocar el paisaje interior de quien lo observe, la tarea está cumplida.
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