Una conocida frase dice que tal vez no se es de ningún país, sino del país de la infancia. Infancia en Mataderos (Emecé), la última novela del escritor y editor Claudio Zeiger, que él define como novela autobiográfica, no niega esta afirmación, pero sí la matiza agregándole otro componente.
La muerte del padre del narrador ocurrida en el barrio de Once donde había pasado los últimos años de su vida, lleva a ese narrador (fuertemente identificado con el autor) nuevamente a Mataderos, a un territorio físico que es, a la vez, una suerte de tatuaje del recuerdo, un mapa del espacio de la niñez y de la adolescencia.
«La infancia se empezó a terminar (…) cuando rompí el hechizo que me sujetaba y finalmente crucé la frontera que separaba Mataderos de Liniers», dice un párrafo de la novela que delimita el territorio de la infancia y adolescencia con exactitud e insistencia cartográficas.
Es ése el espacio por el que circulan los recuerdos familiares, la novelesca vida de la madre, el olor del sacrificio animal, el hospital Salaberry como un tótem barrial, la historia de Juan Pirker cuya condición de vecino hacía que su fama resultara difícil de entender. La casa familiar ubicada en la calle Montiel y las zonas aledañas a esa calle constituyen el contorno mismo del universo de la niñez y, a la vez, su marca de identidad.
En ese viaje al pasado a partir de la muerte del padre resuenan los ecos de otro viaje: el que realizó el entonces joven Yukio Mishima en los años 50 a la periferia de la ciudad.
Suerte de madelaine proustiana, en Infancia en Mataderos es una pérdida lo que lleva al escritor a retrotraerse en el tiempo sin edulcorada nostalgia. No hay en la novela de Zeiger un lamento por irrecuperables mundos perdidos, ni una evocación de felicidades o desdichas pasadas, sino más bien la descripción de un mundo en el que, tal vez de forma cifrada, personalísima y casi irreconocible, se encuentra el germen del presente, la semilla del escritor.
–Infancia en Mataderos cabalga sobre distintos géneros o, en todo caso, no es una novela en el sentido tradicional del término. ¿Vos cómo la considerás?
–Yo puse el tono en lo híbrido, en la crónica, la memoria, la ficción.
–Pero también tiene un tono ensayístico.
–Sí, es cierto. Yo defiendo, de todos modos, la idea de que es una novela, pero una novela de características peculiares. No es una memoire a mi modo de ver, sino una novela autobiográfica porque hay, como lo mencionás, un ensayismo íntimo que se cruza con cierta crónica o reflexión sobre la mitología de Mataderos y la investigación sobre la historia real del Hospital Salaberry que, en cierta forma, está tratado como un personaje literario que tiene una fecha de nacimiento y una fecha de muerte. Creo hay un cruce entre ensayo y narrativa.
–La novela tiene un tiempo circular, justamente en un sentido mítico. De Once volvés a Mataderos, que es el barrio de tu infancia. ¿Esto fue deliberado?
–Lo primero que tengo para decir, volviendo al tema novela sí o novela no, es que todo lo que se cuenta desde la introducción es verdad. Alguien como yo, que había pasado toda su adolescencia entre Mataderos, Liniers y Once se encuentra con que su padre los últimos años de su vida los pasa en un departamento de Larrea y Bartolomé Mitre, en Once, y su muerte nos lleva a mí, a mi hermana, a mi pareja, a mi familia a Mataderos y a preguntarnos qué hacemos en Mataderos otra vez. En esa zona, en la que marco que hay varias casas velatorias entre Directorio y Larrazábal que es una ubicación concreta de Mataderos, 30 años atrás velamos a mi mamá. Ella murió en el Hospital Santojanni, que es un hospital de frontera entre Mataderos y Liniers que absorbió al Salaberry, un hospital histórico de Mataderos hasta que lo demolieron los militares en 1982. No tuve que inventar demasiado en términos de ficción, de artificio, para contar una vida que, por momentos, es novelesca. No me refiero tanto a la mía, porque no creo haber tenido una infancia tan novelesca, pero sí creo que es novelesca la historia de mi madre que viajó a los Estados Unidos cuando era una chica salida de un pueblo que no había conocido todavía Buenos Aires. Vio por primera vez televisión en 1948 o 1949 en Nueva York. Todo ese relato es relato de relato, pero es un relato de cosas que pasaron.
–¿Hay muchos datos ciertos, aunque pueda parecer lo contrario?
–Sí. Miguel Moragues, que aparece en la novela, fue un militar importante que gobernó la provincia de Buenos Aires. Yo no lo conocí, pero fue un personaje mítico de la familia de mi mamá. Y así podría contar muchas cosas más. Juan Pirker que fue jefe de la Policía Federal durante el gobierno de Alfonsín, efectivamente, era vecino nuestro. Lo conocí de chico y nos sorprendimos todos cuando se convirtió en jefe de la Policía. Sucedió como cuando alguien se hace muy famoso y suele decirse «pero si vivía al lado de casa». No fue mi intención construir un mundo del origen porque creo que no tenía que construirlo, está ahí y, en todo caso, el lector juzgará si esto marca algún tipo de señal, algún camino respecto del origen del escritor.
–Pero elegiste ser escritor y en las elecciones que uno hace siempre juega la propia historia.
–Sí, pero yo accedí al mundo de los escritores gracias al periodismo. Cuando comencé a conocer escritores, tomé conciencia de la diferencia social y también de una diferencia cultural. Yo creía que en mi casa éramos muy cultos, había muchos libros y que eso ya nos abría un camino hacia el arte y la literatura. Pero a los 20 y pico de años me empecé a dar cuenta de que estaba muy lejos de ese mundo. Por eso para mí fue muy grata y muy feliz la experiencia de poder volver a esa historia sin resentimiento, sabiendo también los riesgos literarios de contar una infancia feliz o de hacer lo contrario, es decir contar la historia de una infancia desdichada donde todos se victimizan, a todos les pasó algo terrible. Por eso rescato Infancia en Mataderos como novela –aunque yo mismo tengo reparos con el término– autobiográfica. No es literatura del yo, porque esa literatura se dedica a hacer de una vida poco interesante, una vida interesante o a esconder una vida interesante porque lo interesante es contar que no te pasa nada interesante. Ambas actitudes son deliberadas y buscan producir, por llamarlo de alguna manera, un efecto teórico. Lo que yo hice no tiene nada que ver con eso. No tengo nada terrible que contar de la infancia. Luego, la adolescencia, un período que también abarca la novela, la pasé en dictadura. Ir al colegio en esa circunstancia era una experiencia muy traumática. Pero más allá de eso, el viaje fue feliz, complejo y dio por resultado que, como escritor, por primera vez pudiera trabajar con materiales de la propia vida y de la propia experiencia y no dejar de hacer por eso, no diría ficción porque no me parece que sea el término adecuado, pero sí literatura.
–¿Pero lo autobiográfico no se ficcionaliza al pasar a un relato? Los relatos familiares responden a una realidad pero que se cuenta de determinada manera, es decir que ya tienen algo de ficción. Ese es el primer tamiz. Luego, creo, hay un segundo tamiz que es la forma de contar lo que te contaron. El recuerdo mismo es una construcción ficcional.
–Totalmente de acuerdo. Lo que pasa es que en este contexto sospecho de mí mismo de la palabra ficción. Pero sí tomo lo del doble tamiz. Primero el tamiz del recuerdo, de la memoria, que es indudable. Qué sé yo si mis recuerdos son ciertos. El segundo tamiz creo que no tiene que ver con la ficción, sino con lo literario, que está puesto en lo que llamamos escritura, que es un término un poco duro pero que, en definitiva, es lo que uno hace, sobre todo cuando toma esa materia prima de los recuerdos y comienzan a jugar, como señalabas, el factor ensayístico e inclusive el factor narrativo. En esta novela me parece que los dos están al servicio de la autorreflexión. Lo que va produciendo ese cruce entre ensayo, memoria, ficción, autoficción o como quieras llamarlo, ese híbrido, es lo que la amalgama, lo que la mantiene unida, la que la lleva hacia alguna parte es el camino de la autorreflexión. Fijate que hacia el final del libro –sin ánimo de espoilear, como se dice ahora– hay un intento de parte del narrador, que asumo que soy yo mismo, de cerrar una suerte de concepto o teoría de la infancia. Necesité, al final del camino, que algo quedara del orden de lo autorreflexivo y de objetivar un poco esa autorreflexión, de volverla más una búsqueda de sentido. Me pregunto qué es la infancia. En todo caso, quedará en el lector determinar si coincide con su experiencia de la infancia o no, o si sólo es una teoría que hay dos infancias.
–¿Cuáles serían esas dos infancias?
–Un poco por mi manía freudiana y otro poco por haber escrito sobre la infancia durante un año, pongo en el libro y realmente lo pienso que la infancia que es narrable, ficcionable, literaturizable o novelizable empieza cuando ya estamos en el camino de la pedagogía de la familia, cuando ya aprendemos qué es un chico, cómo tenemos que comportarnos, qué significa ser un chico en la familia, en el barrio, en la escuela, en el club. Esa es la segunda infancia que es la infancia socializada. Pero, atrás de esa infancia socializada –y quizá sea la clave de lo que busca Mishima en algún momento, por ejemplo, en Confesiones de una máscara– está ese origen al que no accedemos, pero nos queda la fuerte intuición de que detrás de esa infancia socializada está el verdadero origen de todo, esto que mencionaste del mito, de la circularidad del mito.
–Es que en esta novela vos construís tu propio mito como escritor.
–Exactamente, el mito de origen, que en este caso refiero al escritor, aunque quizá tenga elementos comunes con otras infancias. Creo que quise poner el acento en la pregunta de dónde proviene un escritor. Si uno contestara que viene de la infancia creo que sería un lugar común porque todos provenimos de la infancia. Cuando le comenté el título del libro a Sylvia Iparraguirre me dijo en broma que una infancia en Mataderos no es cualquier infancia. Pero más allá de la broma, es cierto que el libro condensa una experiencia historizable. Eso que está antes de la infancia socializada luego tiene un desarrollo concreto. En mi caso, es el hecho de haber vivido en una zona peculiar de Mataderos en los años ’70 y el principio de los ’80. Para mí el sentido de la novela era hacer un viaje al origen del escritor, pero a partir de esas coordenadas concretas de barrio y de época. «
Las filiaciones de un escritor
–¿El origen del narrador-autor hay que buscarlo quizá en la vida novelesca de tu madre?
–Mi libro Los inmortales creo que es un libro escrito bajo la luz del faro del padre. Comienza con mi viejo, con las visitas que le hago y los paseos con él por la calle Corrientes. A partir de ahí considero que las filiaciones del padre son las del mandato intelectual, la cultura de izquierda, lo que a mí me llevaba, por ejemplo, al interés por la revista Contorno. Entonces me quedaban por contar otras filiaciones que tienen que ver con salirse de esa perspectiva más intelectual de abordar la literatura que creo tener, para indagar un poco más en la relación con lo imaginativo, con lo fantasioso, con los relatos de mi madre, y ahí encuentro un origen de la ficción y de la narrativa, que me lleva a otra línea, a otra guía muy presente en mí desde mis lecturas tempranas. Me refiero a Carson McCullers, a Tennessee Williams, también un poco a Manuel Puig cuya lectura es un poco más tardía porque cuando yo era adolescente no conseguía sus libros, pero cuando lo leo me encuentro con muchas cuestiones que me remiten a mi mamá a quien inmediatamente le doy a leer La traición de Rita Hayworth. De mi padre hablé en Los inmortales. Me faltaba hablar de mi madre en relación con la literatura y como figura de la despedida porque se murió muy joven. No es que lo sienta como una deuda por la que me mi madre me visita en sueños como escribí. Todo eso es ficción, pero era una forma de completar la pregunta sobre la filiación literaria.
El hospital Salaberry
«El hospital Salaberry, lo que implica el paso de Mataderos a Liniers –dice Zeiger– no es en mi novela una escenografía. La historia del hospital, de su significación, del mito, el ver destruirse el hospital todos los días de mi adolescencia es algo vivencial. Ese hospital se crea primero como posta sanitaria por la cantidad de heridos que había en los mataderos. El emblema de esa primera etapa, 1912-1920 es que las ambulancias eran tiradas por caballos. Esa historia se redondea en la muerte del padre Mujica en el quirófano del Salaberry, lo que parece más una historia del mito que de lo real histórico, aunque es real. Mi intención fue integrar todos esos elementos de la crónica y de la mitología de Mataderos, lo me permitía hacer un libro que no fuera estrictamente sobre la infancia/mi infancia. La idea de estar todo el tiempo viviendo entre fronteras, entre límites internos, me llevó a la reflexión sobre las fracturas de la clase media. ¿Éramos tan de clase media como pensábamos o no?».