Claire Keegan está sentada en el escritorio de su casa de County Wexford. Quizá sea allí donde escribe sus textos. Tiene una voluminosa melena rojiza y mantiene una actitud seria y atenta hasta que inesperadamente lanza una carcajada ante ciertas preguntas de los periodistas.
Hasta el momento es autora de una obra tan breve como contundente: la novela Tres cruces y los libros de relatos Antártida y Recorre los campos azules. Cosas pequeñas como esas, al igual que sus libros anteriores fue publicada en Argentina por Eterna Cadencia con excelente traducción de Jorge Fondebrider. Se trata de una pequeña joya en la que con una prosa contenida, la autora logra atrapar al lector en una suerte de burbuja o una de esas esferas navideñas en las que el paisaje se llena de nieve cada vez que se la agita. De este modo, establece un tiempo particular del lector dentro del tiempo compartido por todos.
Aunque la novela está dedicada a las mujeres y niños que sufrieron en los hogares para madres e hijos y en las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda, Keegan afirma que no conoció esas instituciones aunque conoce sus historias, pero que la novela es solo producto de su imaginación. «Yo escribo ficción. No estoy interesada en escribir sobre mi propia experiencia”, afirma con fuerza.
Cosas pequeñas como esas narra la historia de Bill Furlong, un trabajador del carbón y padre de familia que logra fundar una familia, tener cinco hijas y una cierta tranquilidad económica. Pero ignora quién es su padre, aunque descubre o cree descubrir su posible origen y, como si quisiera reparar retrospectivamente su drama de infancia, toma una resolución que en la vida monótona del pequeño pueblo irlandés donde se desarrolla la acción puede leerse como un pequeño acto heroico o como una actitud que lo lleve a la catástrofe. Pero el lector abandonará su vida en ese preciso momento y no se enterará de lo que suceda. Aunque la acción sucede en 1985, tiene una cierta atmósfera de siglo XIX.
“Creo que la tensión de lo que escribo –dijo permitiendo acercarse a la cocina de su escritura- viene de la pérdida. No me interesa tanto el drama, pero sí la tensión. Creo que a la tensión no le gusta mucho el drama, pero en la narrativa que a mí me gusta este se mantiene vivo a través de la pérdida. Creo que la buena ficción viene del temor a la pérdida. Se puede perder tiempo, plata, un amante, un novio, una casa, la dignidad o, simplemente, perder la paciencia. Finalmente todos sabemos que, a larga, vamos a perder todo. Con la vejez uno se vuelve más práctico para entender esas pérdidas.”
Cuando se le señala que no es la primera vez que aborda en sus libros el tema de la falta de un padre y se le pregunta por qué está interesada en ese tópico, contesta: “No sabría explicarlo. Nunca me puse a pensar en eso. Yo supe quién fue mi padre, él murió cuando yo tenía 30 años. No es una preocupación autobiográfica. Sí he tratado a varias personas que no conocieron a su padre. En ese momento, a esas personas se las llamaba bastardas o hijos ilegítimos. La madre de mi mejor amiga del colegio no estaba casada y ella no sabía bien quién era su padre. Quizá ese tema venga de allí.”
“Definitivamente», dice con una carcajada ante otra pregunta, «la escritura no me sale fácil. Lucho mucho por entender qué es lo que estoy buscando, no es que lo sé de entrada ni bien comienzo a escribir. Creo que la escritura no se puede apurar. Se me puede acusar de tener una producción muy corta, pero creo que la imaginación juega a favor de aquellos que saben esperarla. Pero entiendo que me pregunten si trabajo como un escultor devastando lo que sobra hasta encontrar lo que quiere. Aunque la escultura y la escritura son artes muy distintas, cuando me encuentro con algo que no me satisface, me doy cuenta de que eso está cubriendo otra cosas que sí me puede satisfacer, si tengo la paciencia suficiente para encontrarlo.”