En 1889 París organiza su gran Exposición Universal, la Torre Eiffel, terminada ese mismo año, deslumbra al mundo. La Argentina prepara su pabellón siguiendo los parámetros del gusto europeo. Pero un inescrupuloso aventurero belga encuentra que la ocasión es ideal para montar de manera clandestina su propio “negocio” y fuera del predio de la Exposición, pero como parte de ella, levanta una carpa donde expone a un grupo de onas o selk’nam –nombre con el que ese pueblo se llama a sí mismo– capturados en Tierra del Fuego, encerrados en una jaula y presentados como antropófagos. En un momento, la carpa queda abierta, los indígenas se escapan y uno de ellos, el joven Kalapakte, queda vagando por Europa y logra volver a Tierra del Fuego por sus propios medios.

Sobre estos hechos históricos Carlos Gamerro escribe una novela monumental, La jaula de los onas (Alfaguara), que le implicó un largo y exhaustivo trabajo de investigación no para poner los datos al servicio de la verdad histórica, sino para anclar y enriquecer su  ficción. “Me gusta trabajar la imaginación –dice el autor– en contacto, casi como en un campo magnético, con los hechos históricos.”

–¿Cómo se cruzó en tu vida la historia de los selk’nam?

–En el libro de José María Borrero La Patagonia trágica, que estaba en la biblioteca de mi padre. Allí leí, cuando era muy joven, la historia de una familia de onas, o selk’nam, que fueron capturados, llevados a París y exhibidos en la Exposición Universal en una jaula como antropófagos. Me impactó mucho la historia y también la foto. Creo que toda la novela es la explicación de esa foto. Según Borrero, el que los descubre en París es un sacerdote salesiano, el padre José María Beauvoir, quien hace gestiones para su liberación, y las autoridades chilenas toman cartas en el asunto. Pero el empresario que los tenía cautivos, Maurice Maitre, habría decidido huir para escapar del castigo, dejó la jaula abierta y los indígenas se dispersaron por el predio de la exposición. Todos fueron hallados, menos uno, Kalapakte, nombre que castellanizan como Calafate, que habría vagado por Francia, Inglaterra y otros países y habría vuelto por sus propios medios a Tierra del Fuego. Esa fue la historia que más me sedujo para escribir una ficción: cómo habría hecho un selk’nam sin ningún tipo de manejo de la cultura del mundo europeo para volver a su lugar de origen. Como la historia de la Patagonia me interesa mucho, viajé bastante y fui comprando otros libros de historiadores salesianos, como el de Lucas Bridges, El último confín de la Tierra, que es fundamental para meterse en el mundo de Tierra del Fuego en los comienzos de la llegada de los primeros pobladores europeos, incluso antes de que llegaran las autoridades argentinas, y el mundo de los selk’nam en particular. Cuando empecé a trabajar concretamente en la novela, encontré otro, Zoológicos humanos, que da otra versión con documentación que la sustenta y cuenta que el padre Beauvoir en realidad no tuvo nada que ver, que nunca estuvo en la Exposición Universal de París, que los indígenas no se escaparon, que fueron llevados de París a Londres, de Londres a Bruselas y que recién allí intervienen las autoridades por gestiones de la sociedad misionera anglicana que fue, justamente, la que fundó Ushuaia. Encarcelan tanto al empresario como a los indígenas que tenía cautivos y finalmente el Consulado chileno se hace cargo de repatriarlos, salvo a Kalapakte, que decide quedarse y, misteriosamente, reaparece en un barco rumbo a Tierra del Fuego. Nunca se supo cómo hizo para volver desde Europa a Sudamérica. En ese hueco de la odisea misteriosa de Kalapkte dejé que se desplegara la ficción. La novela sigue también la historia de los otros integrantes de la familia, sobre todo los de una hermana de Kalapakte, Rosa Shemiken, que vuelve en un barco y en un principio es instalada en las misiones salesianas de Tierra del Fuego. A partir de esta historia fui articulando otras que dan cuenta de la época y de la relaciones de Argentina con Europa, Estados Unidos, con Chile en el caso de Tierra del Fuego, que tiene una historia distinta del resto del país, incluso distinta de la Patagonia continental. La historia de la presencia argentina en Tierra del Fuego es de mil ocho ochentitantos, cuando comienza un proceso muy acelerado de ocupación del territorio, de colonización, un período que coincide con la historia que cuento.

–Imagino que la novela te debe haber planteado entre otros desafíos, el de contar la tragedia de los selk’nam y, a la vez, poner toques de humor.

–Cuando cuento la historia que es el núcleo de la novela, la gente se indigna y es lógico que así sea, porque el secuestro de los selk’nam fue algo así como la abducción de un ovni. A veces lo comparo con la novela de Kurt Vonnegut Matadero cinco. El tono de indignación ya está en el lector. ¿Para qué insistir sobre eso? Si lo hiciera, estaría dudando de la capacidad de la gente para indignarse con una historia semejante. No tuve ganas, por ejemplo, de meterme en la cabeza de Maurice Maitre, de una persona capaz de hacer algo así, de exponer a los indígenas en una jaula. Me dije que lo que quería es que la pasara mal.

–Y la pasa muy mal con la policía.

–Yo he escrito anteriormente escenas de interrogatorios e incluso de torturas, pero esta es la primera vez que escribo sobre un interrogatorio poniéndome del lado de los policías. Ni siquiera es un villano interesante como el Chancho Colorado, un cazador de indios que aparece en todas las crónicas de la época. Este tenía que ser un pobre tipo más cercano a la famosa «banalidad del mal» que a otra cosa. Entonces, el tono de ese capítulo es medio cómico. Por supuesto que la historia de la ocupación de Tierra del Fuego fue un genocidio y un genocidio no puede ser visto nunca sino como tragedia. Pero también es cierto que cuando uno se mete en la historia particular, hay cosas diversas.

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–¿Por ejemplo?

–Muchos estancieros querían que sus ovejitas pastaran en paz y pensaron que la solución era matar a los guanacos que se comerían el pasto de sus ovejas y matar a los indios que, sin guanacos, se comerían sus ovejas. Pero, por otra parte, están los sacerdotes salesianos que terminaron jugando un rol un poco triste, porque en la práctica las misiones se convirtieron en virtuales campos de concentración para los indígenas. Pero la intención de ellos era salvarlos, “civilizarlos” aunque se sugiera que en complicidad con los estancieros los recluían en las misiones para dejar que se murieran. Yo me documenté mucho sobre esto, leí libros, cartas, diarios de las misiones y lo que vi fue la desesperación, la angustia de estos misioneros que venían, muchos de ellos desde Italia, a esta tierra tan inhóspita. Por supuesto que lo hacían dentro de su paradigma que era “civilizar”, “evangelizar”, pero creo que no se los puede considerar cómplices del genocidio. Luego, está el ejemplo de otro modelo posible, que es el de la familia Bridges, que funda dos estancias en Tierra del Fuego con el expreso propósito de ofrecerles a los shámanas y a los selk’nam un territorio donde no solo pudieran estar libres de la persecución, sino también mantener su modo de vida, sus costumbres, sus tradiciones. En el libro de Lucas Bridges uno se encuentra con una persona que hizo todo lo que estuvo en su poder no solo para que los indios siguieran vivos, sino para que siguieran siendo ellos. De modo que es un relato con muchos matices, que tiene sus momentos trágicos y sus momentos cómicos. Quizá haya también en la novela una tristeza por una pérdida que no era inevitable.

–Leyendo La jaula de los onas recordé a Moby Dick, que reúne los discursos más diversos. En tu novela conviven las cartas, el relato de un viaje al Polo Norte, otros relatos muy breves y hasta un sainete.

Moby Dick es una de mis novelas favoritas. La leí de muy joven y la releí luego de escribir Las islas, y me di cuenta de que al escribir esa novela la había tenido presente todo el tiempo sin darme cuenta. En La jaula de los onas, el segundo capítulo, que es un viaje por mar con los indios en la bodega, tuve en cuenta de manera muy consciente la literatura de viajes por mar del siglo XIX. Melville y Conrad estaban presentes, pero también leí muchos relatos testimoniales.

–Busqué los hechos que me parecían ficcionales y resultaron históricos. Recordé a una amiga que dice: «Cuando alguien cuenta algo muy disparatado, debe ser cierto».

–Sí, siempre trabajé bastante con eso en mi ficción. Siempre vas a encontrar hechos más disparatados en la realidad porque, finalmente, la realidad es la imaginación de millones y millones de personas. En esta novela trabajé con hechos que sucedieron y, a lo sumo, inventé situaciones como el largo viaje de Karl y Kalapakte, pero los personajes con los que se cruzan son históricos. Cuando se encuentran con Franz Boas en Chicago, que estaba organizando el pabellón de Antropología, efectivamente Boas estaba allí. Cuando invento lo hago con la lógica de la realidad, de la historia. Cuando me meto con la ceremonia del Hain, cada uno de los episodios y personajes corresponden a esa ceremonia. La dejé para el final porque se correspondía con la lógica de la historia, pero también porque tenía dudas acerca de si iba a poder escribirla. Por suerte, de la cultura selk’nam quedó mucho registro, fue muy estudiada.

–¿Con qué otros desafíos te encontraste al escribir?

–Para decirlo en términos muy simples, con la forma de hacer hablar a los indígenas. En América del Norte hablan en infinitivo: “Yo ser gran jefe”. En América del Sur, hablan en gerundio: “Matando huinca”. Para hacerlo hablar a Kalapakte en extenso esperé a que llegara a su lugar de origen y pudiera expresarse en selk’nam.

El show de la “barbarie”

-También Estados Unidos participó de la Exposición Universal de París, pero con un criterio distinto de los países latinoamericanos.

–Sí. Los selk’nam están clandestinamente en la Exposición en representación de la Argentina y Chile, mostrando lo que los países latinoamericanos no querían mostrar. Los Estados Unidos hacían lo contrario con el show de Buffalo Bill. La tenían mucho más clara. Sabían que, lejos de ocultar la “barbarie”, hay que exhibirla y convertirla en espectáculo. Los franceses estaban locos con eso, mientras que los pabellones latinoamericanos de estilo europeo les importaban un bledo. Había una relación entre lo que estaba pasando en Tierra del Fuego en ese momento con las poblaciones indígenas del norte, de Canadá y de Groenlandia. También hay elementos que se repiten con la llegada de la inmigración europea a la Argentina y a Estados Unidos: el comienzo de los movimientos como el socialismo y el anarquismo, las primeras huelgas. Estos elementos se fueron incorporando a la novela mientras escribía, porque no tenía un plan maestro. Solo sabía lo que me había contado la historia de los selk’nam cautivos, pero no sabía muy bien cómo iba a seguir la novela. El resto se fue dando en el proceso de escritura. Creo que conviene no tener una estructura previa definitiva, que así como los personajes no saben a dónde van a ir a parar, que de París terminan en Groenlandia, como autor me sirve esa deriva que me va llevando de un lugar a otro.