«¿Qué sombra espesa los reunió, los llevó de la mano, les empujó los pasos en aquel siniestro verano del ochenta y ocho? /Aún hoy, treinta años después, parece que han perdido la forma humana y persisten como leyendas, en los bares, un poco afantasmados entre la gente./Los tres habían salido del hondo bajo fondo./ Subieron más alto que la noche.»
Las leyendas a las que se refiere el escritor y periodista Camilo Sánchez en su última novela, La Feliz, son Alberto Olmedo, Carlos Monzón y «El Facha» Martel. Doblemente ficcionales por su carácter mítico y por la condición literaria que adquieren en el texto, jamás son mencionados por su nombre, sino aludidos como El Claun, El Campeón y El Langa. El hilo invisible del azar o del destino va tejiendo alrededor de los tres la trama que culminará en tragedia. Uno de los grandes desafíos de la novela es narrar una historia cuyo desenlace es conocido por todos. Como en Crónica de una muerte anunciada o Un condenado a muerte se escapa, la lectura avanza gozosa no para conocer el final, sino para disfrutar de la maestría narrativa que ilumina a los personajes desde costados inesperados y redefine o reinventa literariamente sus aristas gastadas por el recuerdo.
Y si es que la identidad nacional existe, La Feliz demuestra que ser argentino no es sólo compartir un territorio y una historia, sino compartir también los mismos mitos, de Evita a Gardel o de Olmedo a Monzón.
¿Cuál fue el germen de La Feliz?
Yo cubrí para Página 12 el asesinato cometido por El Campeón, nombre que alude a Carlos Monzón. De esa situación rescato dos hechos. El primero es que El Claun, Alberto Olmedo, fue el único que al tercer día de detención de Monzón lo fue a ver. Fue el único de los famosos que lo visitó. Rescato también la reconstrucción del hecho que se hizo a los cuatro o cinco días, en la casa donde se había cometido el crimen, alquilada por El Langa, que quedaba en un barrio muy chic de las afueras de Mar del Plata, el barrio de Constitución, que había sido tomado por una multitud que había ido a presenciarla. Había helicópteros contratados por las revistas para sacar fotos desde arriba. Estaba El Campeón con el brazo entablillado indicándole a la policía «por acá», «por acá». Había un grupo de gente que le gritaba «dale, campeón» y otro grupo que le gritaba «asesino», «asesino». Pensé «esto es una novela de punta a punta». A las tres semanas se cae del balcón El Claun y la historia me cerró totalmente. Pero tardé 30 años en escribirla. La empecé muchas veces. Como dice el maestro Piglia que nos sigue acompañando, se narra el pasado pero se escribe desde el presente y yo encontré el tono para narrar ese pasado hace tres años y cuando lo encontré , la cosa marchó. Apareció cuando los tres personajes se me configuraron y descubrí desde dónde contarlos. Al Claun lo conté desde ese verano en que la pasó mal. Estaba en un pico de éxito y en un pico de angustia. Me di cuenta de que al Campeón tenía que contarlo como alguien que está en la cárcel y rememora su gloria y se me hizo carne, sobre todo, el personaje que es el nexo entre los dos, El Langa, el Facha Martel. Pensé que a él había que contarlo espejado en otro porque si no, no había fondo. A los tres los había entrevistado varias veces. Cuando encontré el tono armé un cuaderno para cada personaje. Investigué un poco, pero la verdad es que es pura memoria y pura ficción. Una de las primeras notas que hice como periodista fue al Mono Villegas. Él me dijo que el standard de jazz son los cimientos, pero de que ahí hay que volar. Es como el alambre para la torcaza, me decía Villegas. Esta historia me permitió, a partir de lo que va narrando, jugar otras cosas que están ligadas a la literatura.
¿Por qué elegiste no llamarlos por el nombre?
Por respeto. No me regí por el rigor de un trabajo periodístico. Si bien entrevisté al Claun, muchas de sus historias son rescatadas de mi memoria, de la memoria de amigos y otras son inventadas para darle verosimilitud a la narración. Entonces me parecía que era una falta de respeto ponerles el nombre real porque El Claun, El Campeón y El Langa son como esqueletos de los que me tomé para contar una historia con todo el respeto posible porque son figuras míticas para nosotros.
Pensé que la razón era esa, no nombrar el mito porque habla por sí solo.
También es un poco así. Vivimos en un país que es tan respetuoso de sus mitos que a su mejor cantor lo llama El Mudo. Entonces, ¿cómo iba a hablar de Olmedo, de Monzón o de Martel? El Claun, El Campeón y El Langa son mis construcciones, no los personajes reales.
El Campeón es visto en su vulnerabilidad, lo que podría considerarse una cierta incorrección política.
Corrí ese riesgo porque me parecía que lo tenía que correr. Luego de La viuda de los Van Gogh, en la que hago un homenaje a una feminista del siglo XIX y construyo un mito con la persona que hizo que Van Gogh fuera Van Gogh, tenía que correr el riesgo de mostrar a los varones deshilachados. Los tres varones de la novela están muy desflecados, en calzoncillos. Luego de La viuda recibí ofertas para escribir sobre Modigliani, sobre Picasso Pero yo no puedo hacer eso, la escritura es una pulsión que si no tiene verdad encima, si no es una obsesión, mejor dedicarse a otra cosa. Sí, corrí el riesgo porque estaba resolviendo una obsesión. Además, la primera marcha contra la violencia doméstica que se hace en la Argentina fue por el crimen cometido por El Campeón. Además, contrariamente a lo que pasó en Estados Unidos con Simpson, fue preso. Me parece que en una Argentina en que los problemas no son tanto políticos sino psiquiátricos, como dice Ragendorfer, estaba bien mostrar esto. O tal vez, como dijo Briante, lo de Monzón garpó porque era morochito. Habría que ver qué hubiera pasado de no haberlo sido, pero lo cierto es que estaba pagando su pena en el momento en que murió. Se equivocó en todo.
Se tiró del balcón para demostrar que se habían caído juntos.
Eso fue lo que declaró Báez, el cartonero, que fue testigo ocular, y lo que termina mandándolo a la cárcel. Con esta novela me siguen pasando cosas insólitas. Me llama mucha gente para decirme que me olvidé de poner esto o lo otro. Estuve hablando con un periodista que lo entrevistó a Báez y me contó que en la casilla donde vivía el cartonero, que también había sido boxeador, había escrito con un clavo sobre la madera «Yo le gané a Monzón». Eso era algo para poner, pero se me piantó. En un principio el periodismo fue bastante condescendiente con Monzón. Mientras se le dictaba la prisión preventiva, llamaba el periodismo de Italia, de Francia, de Estados Unidos. Es el boxeador argentino más grande de la historia, el único que tuvo un lugar en el Salón Internacional de la Fama del Boxeo en el Madison Square Garden de Nueva York.
¿A vos qué fue lo que te sedujo de él?
Yo miraba las peleas de Monzón con mi viejo y entonces la narración de las peleas es la de alguien que tiene 12 años y que, por lo tanto, tiene una mirada mucho más transparente. Yo siempre le veía la incomodidad, porque Monzón estaba incómodo en todos lados. Lo veía en la mesa de Mirtha Legrand y estaba incómodo porque era un desclasado. Le tocó ser un enorme boxeador y todo lo demás fue la fantochada de la fama. Creo que lo que escribí es que la fama es puro cuento y que esta sociedad te obliga al fanfarroneo, pero que el patio trasero de las personas está lleno de bagatelas.
¿Y El Langa?
Algunos amigos me dijeron que El Langa era el sobreviviente y la clase media y es verdad. Se va deteriorando, termina como un exadicto pero nunca recuperado del todo, trabaja en la noche, les lleva café a los que hacen guardias periodísticas para ver si logra una foto. No quise hacer una novela cínica porque no me hubiera salido. Sí quise escribir una novela que demostrara que cuando el ego trip es alto, el patio trasero es complicado.
El mundo del periodismo y la litaratura aparece en La Feliz a través Soriano y Briante que, curiosamente, muere al caer cuando arreglaba un techo.
Sí, el día que muerte Briante estábamos en la redacción. Él había publicado una contratapa en la que hacía una especie de denuncia de corruptela pero terminaba diciendo «no voy a meterme con esto porque estoy en General Belgrano que es mi pueblo porque yo acá vengo a limpiarme». Esto fue al mediodía y a las 3 de la tarde nos avisan que se había caído en su pueblo. Nos quedamos helados. Pobre Miguel, tenía muchísimo para dar.
Soriano tenía una cierta relación con Olmedo.
En la necrológica de Olmedo, Soriano cuenta que todo ese año había tenido conversaciones con él, que lo llamaba a horarios insólitos. Y eso sí que no es ficción. Soriano me preguntaba en la redacción: «Camilo, ¿qué hago con Olmedo?». El personaje de A sus plantas rendido un león es muy olmediano. El Claun quería dar un volantazo, empezar a ser otro, hacer el papel del cónsul en la película. Soriano cuenta que le había dicho que tenía «una platita» y quería hacer un viraje. Había comenzado a ser reconocido por la intelectualidad argentina. Alberto Ure y Ricardo Bartís les pasaban a sus alumnos sus videos. Se comenzaba a ver que se estaba construyendo un actor criollo en ese Olmedo que salía a improvisar, a inventarse. Sobre todo en Borges y Álvarez. Eran dos runflas en un pasillo televisivo buscando un hueso y se hacía llamar Borges. Más argentino que eso no hay y creo que la novela también habla de lo argentino. Después de La viuda , que era muy europea, acá metí los pies en el barro. En la historia de Mar del Plata la muerte de Olmedo fue una bisagra, se acabó el glamour. Llegaba a su fin la primavera alfonsinista y estaba la híper ahí nomás, el caudillo riojano estaba armando la década del ’90 que terminó en 2001 con más de 30 muertos porque en la Argentina las décadas no duran diez años. El Claun, que para mí es nuestro gran mito nacional después de Gardel, murió, literalmente, como se ve en su última foto, con las botas puestas. «