Siguiendo con la ola mundialista, otro libro de fútbol: en esta caso el de cracks con historias muy particulares. Son las que narra Ricardo Gotta en Los Siete Locos del fútbol (Colihue Ediciones).
La pluma maldita de Roberto Emilio Godofredo Christophersen Arlt pergeñó Los Siete Locos, publicada en octubre de 1929. El astrólogo, uno de sus personajes, en un punto del relato cuenta que la historia narrada fue apenas un sueño, simplemente porque la noticia no salió en los periódicos.
Un mes después de la publicación del libro, circunstancias del destino y de su jefe en el diario El Mundo, de Editorial Haynes, donde se desempeñaba como redactor, a sus 29 años Arlt pisó por primera vez una cancha de fútbol, el viejo Gasómetro. Esa tarde, retornado al 2° piso de la redacción, escribió «Ayer vi ganar a los argentinos», un aguafuerte que acompañó la crónica estrictamente deportiva de la final de la Copa Sudamericana de 1929, entre Argentina y Uruguay. Los locales vencieron 2-0. Para el autor del ensayo el resultado fue un detalle absolutamente menor. Su eje narrativo pasó por cómo tomaban de punto en las plateas sobre crujientes tablones de madera a “un lonyi” al que le reventaban naranjas podridas en el cráneo, por lo que el escritor apenas registró el primer gol, marcado por Manuel Ferreyra, El Nolo, un majestuoso delantero que alguna vez fue puntero, pero que en realidad brilló como un colosal estratega, un hombre “de pulcra conducta” que llegó a ser escribano público y cronista deportivo. En ese texto, Arlt menciona al juego como “football”; también que “las gradas están negras de espectadores”, 40 mil; que “una mano misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire”. Y se detiene en los “mirones” que surgen de las claraboyas de una fábrica con techo de dos aguas, al sur de la cancha, sobre la avenida.
“Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores petisos”. Luego, reconoció que, aburrido, salió de la cancha antes del segundo gol, el de Mario Evaristo, el Galgo, quien no era puntero derecho sino un enjuto wing izquierdo. El escritor, en su emblemática jornada de cronista deportivo, destacó la cantidad de “magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta Avenida La Plata!”.
En cambio, su última aguafuerte, publicada en el mismo diario el 26/7/1942, al día siguiente de su muerte, comienza: “Evidentemente los hombres no eligen a sus padres ni sus destinos”. Se trata de la historia de George Zabriskie. No fue jugador de fútbol sino poeta estadounidense, nieto de un teólogo e hijo de “un zapatero remendón, que tenía un cuchitril hediondo a cuero y cola en las proximidades del barrio negro de Nueva York”, que se hizo chofer y pudo dejar de ser “prisionero de la ciudad de cemento gris” para optar por la bucólica soledad de los bosques y dedicarse a la poesía. Zabriskie pudo elegir. Transcurre la descripción, su último texto, otra vez, entre la soledad y la luz, la ferocidad, la marginalidad y la búsqueda desesperada de la felicidad.
Arlt no transitó por el hilo conductor entre la exclusión social, el excepcional manejo de la pelota, las formaciones culturales que en algunos casos se acercan al analfabetismo, condiciones físicas extraordinarias que les permitían rebasar cualquier calidad de desarreglo, el alcohol o alguna otra sustancia permisiva para un deportista, el infaltable endiosamiento de los hinchas, un inequívoco carisma, la imposibilidad de plantarse ante las tentaciones, las mil y una mujeres, la facilidad para generar fortunas así como para dilapidarlas, el infortunio rondando a la vuelta de la esquina, la paternidad desordenada, la decadencia.
El final siempre cercano a la tragedia.
LOS 7 Entre los once que forman cada equipo, entre miles y miles de casos similares y a la vez únicos. Entre la infinitud de futbolistas de la historia, estos prototipos, antojadizos, pero no tanto. Entre cientos de casos para optar y describir, estos siete. Cmo los Locos de Arlt. Ellos, sus circunstancias y sus características.
1. La melancolía vital como signo esencial. La sensación de destino irremediable. 2. La intransigencia traducida en impotencia. La particularidad común de tropezarse con la misma piedra, casi con obstinación. 3. El alcohol como símbolo de los excesos. 4. Las caras brutalmente antagónicas del estrellato y el fracaso. El desmoronamiento estrepitoso tras acariciar la cúspide. 5. La soledad y el final. La angustia ante el sinsentido de la vida y la desolación. 6. La muerte. Aunque no siempre sea el final de sus novelas que se prolongan más allá en el tiempo.
Las características de estos siete locos. La séptima, omnipresente, es el fútbol. Siete historias. Siete locos. En todas hubo momentos fulgurantes y debacles ostensibles. Seis punteros derechos en su origen y un volante central. Siete tipos que brillaron en las canchas y quedaron perpetuados con el 7 en la espalda. Durante toda su carrera. O al menos, en un instante refulgente, un hito en su trayectoria, como le sucedió al Trinche Carlovich, lo que lo alinea en la excepcionalidad.con una historia que merece ser contada. Son siete locos.
CORBATTA, El arlequín
-Tengo un fenómeno…
–Ajá… ¿Otro?
–Sí, no tiene figura… pero tiene genialidades.
–¿De dónde es?
–De Chascomús.
–¿No será un “pescado”?
–Ya lo van a ver…! Corbatta.
–¡Corbatta! ¿Dónde has visto un crack que se llame Corbatta?
Hubo un silencio tenso. Duró algunos segundos hasta que llegó la orden: “Andá a buscarlo”. Juan Silverio Oroz, un centro forward de los ‘40 que jugó en Racing, Gimnasia y Estudiantes le había pasado el dato al Gallego Aparicio, un cuentapropista, fanático de la Academia, que aprovechaba sus viajes para buscar talentos. Lo fue a ver de inmediato al club Juverlandia de Chascomús, regresó deslumbrado y lo recomendó a la comisión de fútbol. Volvió a ver al descreído dirigente cuando ambos coincidieron en la llegada de ese pibe que, a los pocos días, cumpliría 19 años. Esmirriado, patitas flacas, “muy insignificante” para ocupar el puesto de puntero derecho. Fue una muy calurosa tarde del verano del ‘55. Llegó en alpargatas y camisa a cuadros. Saúl Ongaro, un ex centro medio del club, que era el entrenador, le preguntó dónde había dejado la valija. “¿Qué valija?”.
GARRINCHA, Un pájaro feo
Perdió un ojo en una riña callejera. Sacude el spray rojo y escribe con esfuerzo: “La vida fue un torrente de paradojas”. El paredón da hacia el sol de la mañana, bordea la autopista, acaba en la cascada. En su extremo yacen una vela y un racimo de pétalos blancos, residuos activos de un culto. El muro pobre oculta desinterés y negligencia, cubo de material y pintura raída, abandonado entre el frío y la muerte del cementerio Raiz da Serra. En la piedra erosionada, un epitafio desteñido: “Era un muchacho dulce, hablaba con los pájaros”. Justo él, un pájaro feo.
“Lo lleva atado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete”, escribió Manuel Picón y cantó Alfredo Zitarrosa. Severino Francisco, afamado editor brasileño, intentó describir el talento de Nelson Falcão Rodrigues explicando que sus textos “tienen la gracia de un endiablado regate de Garrincha”. El dramaturgo, a su vez, tomó la lanza: “El mal de la literatura brasileña es que no tenemos ningún novelista que sepa cómo rematar un córner”. No fue la única parábola futbolera en su creación cotidiana. Calificó la elegancia para jugar de Didí como la de un “príncipe etíope en un rancho”. Amarildo era un “poseído dostoieviskiano”.
Sobre ese muchachote al que caratulaban casi de retardado, dijo que “gambeteó hasta la barba de Rasputín” y que a su bailoteo sólo le falta Chopin de fondo. Con la malicia de una folha-seca, al que usaba la 7 lo llamó profeta: “Es el chico que descubre lo obvio”.
DOVAL, Feitinho Con nostalgia cinco décadas después, el Bambino cierra los ojos, se apoltrona en la silla enclenque de un bar y afirma: “Nos juntamos una barra de loquitos. Todos pensábamos más en la diversión que en el orden, la disciplina. Para nosotros el fútbol era jugar a la pelota”. Veira habla de diversión. Se fueron de gira y, en Alemania, Chiche Barreiro, harto, decidió separarlos, como si fueran chiquilines de primaria. Armó las habitaciones: Doval con Mariotti, Veira con Coco Rossi, Casa con Albrecht. A las 23 pasaba revista. Al cuarto de hora, no quedaba ninguno en el hotel. Una vez, cuando regresaban de a uno a las 6, se toparon con Chiche en el hall. No les dijo nada. Hasta que vio al Loco y le espetó: “¿Usted también?”. Doval lo compró con una sonrisa: “¿No nos dijo que siempre siguiéramos a los más grandes?”. En esa misma gira, el técnico decidió incluir a Veira y Doval, cuando el equipo perdía 4-0 ante la selección de México. El Loco se paró, lo miró al Bambino, le dijo: “Usted es el general San Martín y yo el sargento Cabral. Encantado, somos los salvadores de la Patria”. Todos, el entrenador incluido, largaron las carcajadas. Dos atorrantes.
HOUSEMAN, De la cabeza
“¿Y este? ¡Tiene una pinta de pelotudo…! En una semana con nosotros se vuelve corriendo a Defensores”. Alfio Basile luego se convertiría en una especie de hermano mayor. Pero no tuvo filtro para su espontáneo retrato cuando lo vio pararse en la cancha de entrenamiento, a poco de haber llegado. Rápido cambiaría de opinión.
Les habían anticipado que arribaría el día anterior. Pero pegó la primera rateada: había firmado el contrato con Huracán, llegaba a Primera, pero no viajó a la pretemporada de su nuevo equipo, en Mar del Plata, porque prefirió jugar una final de un torneo nocturno de papi con sus compañeros del barrio, en Excursionistas. Sus nuevos compañeros, impresionados por su apellido, esperaban a un goleador fornido, a un tanque alemán. Cuando despertó, bajó al hall. Ya en la cancha, cuando el preparador físico le indicó que debía correr 10 km. Replicó: “¿Todo eso hay que hacer para jugar a la pelota…?”.
(…) –¿Alguna vez pensaste en el futuro?
–La verdad… ¿qué quiere que le diga? Nunca… Y no quiero pensarlo. Reconozco que soy un poco irresponsable, pero no porque sea un mal tipo. Por ahí me quedo un poco más en la cama a la mañana y como ya llego tarde al entrenamiento, prefiero no ir, para no tener que dar excusas…
ORTEGA, Chaplin Cuartos de final. Holanda. Juego sumamente parejo. Los europeos sacaron veloz ventaja mediante Patrick Kluivert. Rápido empató Claudio López. Se trenzaron en un juego con escaso peligro en las áreas, notable lucha por encontrar un resquicio. Ortega iba por derecha, sin desnivelar. Lo hizo cuando restaban 3’: el árbitro mexicano Brizio Carter había expulsado al holandés Arthur Numan y aunque la Selección dominó el juego, la sensación era que irían al alargue. Pero ingresó al área por el vértice derecho, intentó la gambeta ante Jaap Stam: al pasarlo, en lugar de ir tras la pelota, se zambulló como a una pileta y dejó golpear su pantorrilla izquierda contra la de su rival. El juez de inmediato sancionó “simulación”. El arquero Edwin van der Sar se apuró en hostigar al rival caído. El holandés de 1,97 m se agachó para denostar al argentino, 27 cm más bajo. La diferencia de altura justa: al pararse, impactó su mollera contra la barbilla de su oponente, quien se arrojó como si lo hubiera chocado un camión. Chambonada impensable. Roja directa. “Prefiero no escucharlo”, le respondió el árbitro al 10 que insinuó una torpe protesta. Un defensor argentino miró a un volante que aguardaba con impotencia fuera de la cancha: “Te lo dije. Un verdadero pelotudo…”.
Simeone siempre correcto políticamente, soldado de Passarella, en la cancha le había dicho: “Corré, hijo de puta, ganate la plata”.
BEST, The bestie Bishop envió un telegrama a Londres. El destinatario, Sir Alexander Matthew Busby, manager general del United y técnico del equipo superior desde 1945, al término de la II Guerra. “Matt, creo que he encontrado a un genio”.
Viajó sin la contención de sus padres, cercano a cumplir 15. Se trasladó a Londres para sumarse a las filas del todopoderoso Manchester United. “Ok, si él quiere ir…”, dijeron Dickie y Anne. Joe Lovejoy, uno de los biógrafos, comparó su viaje con el de Gerry Conlon, el personaje que encarnó Daniel Day Lewis en En el nombre del padre. Él admitiría después: “Éramos un par de niños inocentes que nunca habían estado fuera de Belfast. Íbamos al United. Al menos fue intimidante”. (…)
Una noche fueron al casino de Birmingham. Al rato de apostar fuerte, habían ganado cerca de £ 20 mil. El dinero relucía sobre las sábanas de satén. El camarero entró y ya en el saludo dejó entrever su acento irlandés. Mientras descorchaba la botella confirmó que era de Belfast. Un billete de 50 resultó una propina extraordinaria. Marie se cepillaba el pelo y su belleza era incandescente. Había sido Miss Mundo ‘77, a los 20. El mozo llegó hasta la puerta, dudó un instante y giró en sí mismo:
–Discúlpeme, Mr. Best, ¿puedo hacerle una pregunta?
–Sí, claro.
–¿Cuándo empezó a estar todo mal? No esperó la respuesta y cerró la puerta con delicadeza. George dejó de sonreír.
CARLOVICH, La leyenda De este lado del portón ruidoso, el hombre canoso y cansino juega con el candado que él mismo abrió. Brilla el plateado en sus dedos arrugados por el frío y por el tiempo. Por momentos se distrae con su celular. En la funda tiene dibujada la camiseta de Central Córdoba con la leyenda Trinche.
–¿Por qué no llegaste a triunfar?
–¿Qué es triunfar? La verdad es que no tuve otra ambición que la de jugar a la pelota. Y, sobre todo, de no alejarme mucho de mi barrio, de la casa de mis viejos, mis amigos. Nunca pensé en ir a un grande. Me habría gustado pero no se hizo y me da igual. Cuando sos joven te creés que te va a durar toda la vida. Te das cuenta de grande, cuando no te dan más las piernas. (…) Me gustaba jugar a la pelota. Y ganar. Esto es un juego. Tenés que ganar. No me arrepiento de nada, todo lo volvería a hacer. Me paso el tiempo pensándolo. Lo hablo poco. Porque no puedo jugar. Tengo la gamba hecha bolsa, que si no, me disfrazo y me meto en la cancha…”.
–¿Por qué debes disfrazarte?
–Porque es tan irreal…
Respira hondo, mira la nada, cierra el candado. Al fin, lo deja sobre la mesa.
–Todo aquel que te vio jugar te compara con Maradona.
–¡Qué sé yo…! Maradona estaba preparado para poder jugar en donde lo hizo. Sí, claro, él lo tenía al Ruso (Cyterszpiler).
–¿Y vos?
–No… yo no tenía a nadie.
Ricardo Gotta nació en Buenos Aires, el 29 de junio de 1957. Se inició en periodismo en el diario La Prensa en 1977. Trabajó además en muy diversas redacciones y radios. Actualmente es secretario de redacción de Tiempo Argentino (integró el grupo fundador en 2010). Es autor de los libros: Fuimos Campeones, La dictadura, el Mundial 78 y el misterio del 6-0 a Perú” (Edhasa, 2008) y “Cábalas del Fútbol, desde el ’86 hasta hoy” (Edhasa, 2018).
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