Serotonina, la última novela del autor, vuelve a prevenir a sus seguidores sobre un tema recurrente: no hay nada que detenga el camino de la autodestrucción, ni siquiera el último antidepresivo creado para generar una imposible armonía con el mundo.
Sus datos biográficos constituyen, para sus seguidores, una información de interés, ya que muchas veces intentan aplicarlos como una posible explicación de sus textos, aunque la operación de explicar lo literario a través de la vida personal no sea demasiado legítima.
Lo cierto es que en los últimos tiempos, la vida personal de Houellebecq sufrió un cambio de los que se aceptan casi universalmente como felices: se volvió a casar, esta vez con una mujer china que tiene unos veinte años menos que él, Qianyun Lysis Li. Paralelamente, acaba de aparecer su última novela, Serotonina (Anagrama)
También en Argentina Houellebecq es un fenómeno. Cuando visitó el país en 2016, hubo largas colas para escucharlo y para verlo. Inevitablemente a su nombre se asocia el adjetivo “polémico”, aunque quizá sean más sus declaraciones mediáticas más que su escritura en sí la que merezca este epíteto.
Nicolás Mavrakis es uno de los críticos argentinos que mejor ha estudiado su obra y no sólo ha dado clases acerca de ella, sino que le dedicó todo un libro: Houellebecq. Una experiencia sensible. En una entrevista ofrecida a Infobae dice Mavrakis: “Ahí es la cuestión en la que está atrapado Houellebecq y que le da un poco origen al libro: hasta qué punto lo «polémico» devora la percepción de una obra mediatizada antes que leída. Ese es el problema del best-seller, el autor que conocen incluso los que no lo leyeron. Esa es una de las paradojas del escritor masivo: que a veces aquello que escribe es menos conocido que aquello que representa y ahí es donde cae la ficha de lo polémico, de lo transgresor, cuestiones que, tal vez, tienen que ver con las formas en que un medio presenta a un escritor, pero no con cómo un escritor presenta su obra literaria. Hay una especie de planificación que no es una planificación, sino más bien el diseño de una obra que parte de la poesía.”
Lo cierto es que muchos lo acusan de ser misógino, racista, xenófobo y extravagante. Al menos, es en torno de estas características que se ha formado su imagen mediática. Pero, como suele suceder a menudo con los escritores y como sigue sucediendo con el propio Borges después de muerto, se lee más su imagen que su obra.
El protagonista de Serotonina es Florent-Claude Labrouse, un hombre que sólo les reprocha a sus padres el haberle dado un nombre de pila inadecuado. “Florent es demasiado blando, demasiado próximo al femenino Florence en un sentido casi andrógino. (…) Para no hablar de Claude, que me hace pensar instantáneamente en las Claudettes, y en cuanto oigo pronunciar ese nombre, en el acto me viene a la memoria la imagen espantosa la imagen de un video vintage de Claude Francois reproducido en bucle en una velada de maricas viejos.”
Aunque el protagonista declara que esa “nimiedad” del nombre es lo único que tiene para reprocharles a sus padres, no parece que el problema de salir al mundo con un nombre por el que no se siente representado sea en absoluto un problema menor, ya que genera un primer estado de incomodidad respecto del entorno que podría ser el principio de un desajuste mayor.
Además de detestar su nombre, este hombre de 46 años toma regularmente un antidepresivo Captorix, acaso la única forma de soportar los espantos del mundo. “Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible” comienza la novela de Houellebecq que con esta descripción de un psicofármaco ya se mete de lleno en las problemáticas del siglo XXI. El fármaco ha tomado el lugar que en otros momentos históricos de la novela en el siglo XIX y buena parte del XX ocupaban las descripciones de sus protagonistas humanos.
El Captorix forma parte de los ineludibles rituales diarios del protagonista que se despierta entre las cinco y seis de la mañana habiendo dejado preparada la cafetera el día anterior. Enciende un cigarrillo inmediatamente después de haber tomado el primer sorbo de café, y luego de dos los o tres cigarrillos obligatorios de sus rituales matinales, toma un comprimido de Captorix “con un cuarto de vaso de agua mineral, normalmente Volvic.”
“Con los primeros antidepresivos conocidos (Seroplex, Prozac) –informa el protagonista- aumentaban los niveles de serotonina en sangre inhibiendo su recaptación por las neuronas 5-HT1. El descubrimiento, a principios de 2017, del Capton D-L abriría la vía a una nueva generación de antidepresivos, con un mecanismo de acción finalmente más simple, ya que se trataba de favorecer la liberación por exocitosis de la serotonina producida a nivel de la mucosa gasrointestinal. A finales de año se comercializó el Capton D-L con el nombre de Captorix. Demostró de inmediato una eficacia sorprendente que permitía a los pacientes integrar con una facilidad inédita los ritos más importantes de una vida normal dentro de una sociedad evolucionada (higiene, vida social reducida a la buena vecindad, trámites administrativos sencillos) sin favorecer en modo alguno, a diferencia de los antidepresivos de la generación anterior, las tendencias suicidas o de automutilación.”
“Los efectos indeseables observados con mayor frecuencia con Captorix, eran las náuseas, la desaparición de la libido, la impotencia.”
Yo nunca había sufrido náuseas.”
El comprimido blanco, ovalado y divisible, pese a las informaciones que da el protagonista al respecto, también un adicto a la nicotina como el propio Houellebecq, no parece cumplir con las promesas de una felicidad módica o, al menos, con la supresión parcial de un estado de permanente desajuste con el mundo y con la existencia.
El periplo del protagonista de cuyo nombre abomina comienza en España, más precisamente en Almería, donde el protagonista espera a Yuzu sabiendo de antemano que no le gustará el lugar. En este punto el autor no se priva de cierta explicación sociológica de lo que pasa en ese momento y da cuenta de cuál es su trabajo: redactar notas e informes para el Ministerio de Agricultura. Un dato para quienes se complacen en encontrar similitudes entre el escritor y el personaje es que el propio Houellebecq es agrónomo. La novela tiene diversos escenarios y el primero es Almería. Más tarde la acción se traslada a Francia.
Termina por abandonar el trabajo para el Ministerio de Agricultura y consigue ubicación en un hotel en París que, curiosamente, admite fumadores.
Terminada la relación con su novia japonesa, se pregunta. “¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creería. ¿Era capaz de ser feliz en general. Creo que es la clase de pregunta que más vale no hacerse?
Una nueva relación, esta vez con Camille, tampoco le permitirá dar una respuesta positiva a este interrogante del que es fácil prever la respuesta. El hijo de cuatro años de Camille, para el protagonista constituye un obstáculo en su relación con la madre, por lo que piensa seriamente en asesinarlo. Está a punto de convertirse en un asesino y renuncia a serlo, lo cual es leído por él como un nuevo fracaso. “…me di cuenta de que todo se iba al traste, que no dispararía, que no lograría modificar el curso de las cosas, que los caminos de la desdicha era los más fuertes, que nunca recuperaría a Camille y que moriríamos solos, desgraciados y solos cada uno por su lado.”
La felicidad personal, si es que tal cosa existe, parece decir Houellebecq, es imposible en un mundo que se derrumba, que se maneja con los peores valores y que, inevitablemente, nos hace desgraciados. Como dice el protagonista de Serotonina, nada puede frenar el camino de la autoaniquilación. Tampoco la felicidad en pastillas, que muy pronto muestra sus efectos adversos, sus peores consecuencias laterales.
Sin embargo, es lícito observar que, de manera inconsciente o no, el nihilismo ha sido para Houellebecq toda una fuente de éxitos literarios y económicos. Quizá sea una de las características del sistema, que también devora a los disidentes –o por lo menos a algunos de ellos- convirtiéndolos en estrellas.
Por momentos, el personaje del nombre abominable no resulta demasiado creíble. Quizá sea que su sufrimiento, es seguro, producirá jugosos dividendos a su autor.
Tampoco resulta verosímil la explicación del contexto social que hace el autor, como si la traslación a la vida individual fuera algo mecánico. Recuerda a una cierta crítica obsoleta que encontraba correspondencias directas, ineludibles y también mecánicas entre el contexto político y la producción textual.
Houellebecq muestra un poco más de los mismo que ha mostrado siempre, lo que seguramente no impedirá que su libro sea un nuevo éxito.
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