Qué racha de mierda. Alevoso, arrecia el nuevo neoliberalismo; y la intemperie, cada día más inhóspita. Últimamente la muerte se desentiende de los pavos reales y se las agarra con los escritores genuinos: Laiseca, Piglia, Rivera y ahora, queloparió, Castillo. Pero bue, sin traicionar al agnosticismo, pensemos: Castillo y los otros genuinos no han muerto, sucede que ahora respiran de otra manera.
A Abelardo lo conocí en 1971, compartimos una nota para Gente; yo debía introducirlo «a los secretos del Intocable Nicolino Locche», aquel torero sin banderillas que, arrojado a los leones, no los mató ni se dejó devorar; simple, lo más campante se puso conversar con ellos. Llegó a campeón mundial doblegando a la violencia sin violencia. Con la poesía hipnótica de sus reflejos.
Qué mejor motivo para conocer a Castillo que la celebración de Nicolino. Nos encontramos en la esquina de Corrientes y Callao, evitamos el taxi: desde esa esquina nos fuimos caminando hasta el Luna Park. Esa noche Nicolino actuaba, con el español Barrera Corpas de partenaire.
Fui al encuentro de Abelardo apichonado por la timidez: iba a conocer a un poeta subcutáneo, escondido en una prosa magistral; alguien que, como muy pocos en esta patria idolatrada escribía el castellano en castellano. Me encontré con un tipo con sed de saber, de aprender la sintaxis del Intocable Nicolino. Con un conversador desbordante, gozoso.
Pasaron los años, como siempre pasa, y hace nueve fui a hacerle una larga entrevista a un Abelardo que ya había pasado sus setenta. Y otra vez me encontré con un conversador de atar. Incorregible, diría el Sumo Ciego. Del canto rodado de su garganta seguía brotando un caudaloso entusiasmo narrador, contador, analizador. Enseguida su entusiasmo me salpicó y a continuación me encantó con la serpentina envolvente de su feroz memoria.
Antes del reportaje cometí la mayor de las imprudencias, le dije: «Abelardo, quiero conversar con vos, pero saliéndonos de lo estrictamente literar
» Me mordió la frase con un desconsolado «no, no no, yo no puedo hablar de otra cosa que no sea literatura».
De todas maneras me recibió, y el siempre sabio azar de la entrevista nos llevaría por los caminos menos pensados. Era el año 2008. En el Abelardo de ese tiempo encontré otra vez a un adolescente entusiasmado; una criatura, una creatura. El día del reportaje había amanecido algo lesionado del ciático, entonces ella, Sylvia Iparraguirre, su mujer, le anudó los cordones de los zapatones con una ternura encubierta por la acotación: «Esto es un rito de familia». Discreta, Sylvia pronto nos dejó solos. Abelardo inquieto, con hormigas en el cuerpo, empezó a juguetear con su anillo matrimonial: se lo sacaba, se lo volvía a poner. Recuerdo solo algunos momentos de aquella conversada de casi cuatro horas. Sin elongar, le pregunté:
¿Qué sería de tu vida si no te dejaran escribir?
No sé Pero aun en la cárcel podés escribir, ¿no? El Quijote fue imaginado en cautiverio. Gramsci escribe su obra fundamental en la cárcel, citando de memoria. Tendría que inventarse un sistema muy férreo para impedirme escribir. De todas maneras me las ingeniaría, sería como ser ciego. Los ciegos escriben en su cabeza.
Supongamos. Vienen y te dicen: «Escuche, Castillo, usted se puede quedar con dos sentidos. Ni uno más. Elija.»
Elegiría la vista y el oído. La vista por la relación que tiene con mi vida, por la lectura. Casi todas las ideas en el mundo grecolatino parten de la mirada… Y elegiría el oído, porque no podría vivir sin la música. Pienso, como Nietzsche, que sin la música el mundo sería un error.
¿Quién te enseñó a leer?
Aprendí solo. Cuando entré en el colegio ya sabía leer. Naturalmente no debió ser exactamente así; me lo dice la lógica. En mi familia nadie recordaba cómo aprendí. Mis padres tendrían algún libro… Pero mi relación con los libros es mágica. Sin saber lo que era físicamente una biblioteca, yo quería tener una. Para mí, cada libro era una pequeña máquina parlante a la que yo no podía oír; entonces para oír los cuentos tenía que aprender a leer. Seguramente he ido preguntando y me han ido diciendo Los libros van a buscar a los lectores. A mí me caían en la cabeza, venían a mis manos Pero mi pasión por la lectura empieza a los diez años, cuando entré en los salesianos. Había dos horas obligatorias de silencio y podías leer lo que sacaras de la biblioteca. Ese recogimiento diario me acostumbró a sentir que la lectura era otra especie de recreo.
Mientras hablás deslizás tus dedos, como si estuvieras tocando libros.
Es que mi cercanía con los libros es previa a la idea de su existencia; siempre me gustaron los de lomo ancho, yo detestaba los finitos Sylvia todavía se asombra: cuando busco un dato en un libro, lo abro, y ahí está.
Una relación física la tuya.
Totalmente física. Te podría contar mi vida tocando el lomo de los libros que están en esa biblioteca: sé dónde los compré, cuándo, cuál estuve a punto de robarme y no pude y me lo robé después Mirá, desde acá se ve allá abajo está El cancionero de Baena. Ese libro está vinculado a mi relación con Sylvia. Hacía poco que nos conocíamos, fuimos a una librería, yo siempre había querido tener El cancionero , libro con un lomo de 15 centímetros. Estamos ahí, elijo un librito barato y le pido a Sylvia «andá a pagarlo». Cuando vuelve, le digo: «Y ahora empezá a correr, acabamos de robar El cancionero de Baena»
A Sylvia la conociste en algún taller literario.
En realidad inventé un curso sobre literatura contemporánea, para que Sylvia viniera. Ese curso murió con la aparición de ella.
¿Cuál fue tu primer libro afanado?
No recuerdo, pero el que me quedó grabado fue La peste de Camus, porque me descubrieron. Me hice el ofendido; por suerte tenía plata para pagarlo.
-Lo tuyo, ¿lo ves como profesión o como oficio?
-Lo puedo ver como oficio. Pero sobre todo lo veo como un destino. Lo que te puedo contar es cuándo me sentí escritor por primera vez. Hace años, en la Feria del Libro, de pronto veo a un chico que está robando uno en el stand de Galerna. Trato de distraer a Hugo Levin, porque ya me sentía cómplice. Y cuando el chico se va, veo que es un libro mío. Ahí me recibí de escritor. Y esto me hace acordar de otro libro que debo de haberme robado a los 20 años, Carta a mi padre, de Kafka, en una librería chiquita de Olavarría. Yo era conscripto; tal vez piadosamente el dueño me lo dejó llevar. Mi despedida fue El cancionero de Baena.
Creo que hijos no tenés. ¿Cómo sentís esa situación?
Con toda naturalidad. Creo que no hubiera podido tener hijos, no. Para mí, la paternidad hubiera sido un destino que habría excluido todo lo demás Tal vez equivocado, ¿no? Pero así lo sentí en mi caso, de haber sido el mismo escritor, hubiera sido muy mal padre.
La escritura como un destino.
La escritura y la lectura Cuando digo destino pienso en una elección: es uno el que elige y transforma su elección en un destino. Para mí la literatura es un destino. Y debés merecerlo cada día.
¿Cómo te vas llevando con la idea de la muerte?
Muy mal.
Algún personaje tuyo habla de «la inmundicia de la muerte».
Sí, le tengo una especie de repulsión al acto de morir. ¿Sabés por qué? Porque para mí la vida es lo esencial. Lo que determina a un hombre no es su modo de morir
-¿Alguna vez pensaste la posibilidad de tu suicidio?
-Una persona que de tanto en tanto no piensa en el suicidio es anormal, ¿no?
¿Le llegaste a sentir el aliento a la muerte?
De chico varias veces, con enfermedades bastante serias, principio de meningitis, por ejemplo.
Y ya que estamos, decime: después de la famosa muerte, ¿qué?
Pensar pienso muchas cosas, no te olvides de que yo quería ser sacerdote, y para mí la inmortalidad del alma era una certeza. Creía con tanta naturalidad como ahora descreo.
¿Hasta qué edad quisiste ser sacerdote?
Hacia los 12 o 13 años todavía jugaba con la idea de ser misionero De chico yo era muy creyente; para mí, Dios era una realidad. Cuando empezó a ser una demostración teológica empecé a descreer. Los argumentos ontológicos de la existencia de Dios me demostraban casi su no existencia.
Tu vida entera parece estar organizada en función de la lectura, bibliotecas aquí y en San Pedro y la crucial cama con atril y todo.
Los dos únicos muebles indispensables para un escritor son una buena biblioteca y una buena cama.
Contame: vivir en estado de matrimonio con una escritora, ¿qué ventajas y qué desventajas tiene?
Uno se lleva mal o bien con una mujer no por lo que ella hace sino por cómo es. Pero yo descubrí lo bueno de estar casado con una escritora durante un corte de luz, bajo el gobierno de Menem. El apagón fue al anochecer y duró hasta la madrugada. Ni siquiera encendimos una vela. Nos pusimos a conversar de literatura y, cuando volvió la luz, seguíamos hablando. Habían pasado siete u ocho horas. Esto nos sirvió mucho para cortes posteriores. Cuando Buenos Aires estuvo a oscuras días enteros, pusimos en orden nuestras ideas sobre las grandezas y miserias del oficio de escribir. ¿No has notado una cosa? Las parejas de escritores parecen durar más tiempo que las otras. Yo creo que es porque, en vez de discutir, pueden hablar de literatura cuando se corta la luz.
Una más: ¿te imaginás a Abelardo Castillo diciendo «estoy podrido de literatura»?
No solo me lo imagino. Estoy podrido de literatura. ¿Me creés, Rodolfo?
No.
La cucaracha de oro
Nadie sale ileso de una conversación con Castillo. Yo, por así decir, salí sembrado de ocurrencias. En la noche del día de aquel reportaje, ya con la música de un vinito navegándome, solté mi imaginación y enseguida estaba viendo en una celda a un hombre sumamente preso, a perpetuidad. Se llamaba Abelardo y se llamaba Castillo
Estaba sentado sobre un banquito; no solo preso, esposado de pies y de manos.
Lo vi y lo sigo viendo. Atención: ahora el preso Abelardo descubre en el piso una flor de cucaracha. Y la ve de oro. Tan de oro como el escarabajo aquel.
Puede aplastarla con el margen de libertad que todavía tiene su pie izquierdo. Pero no la aplasta. No es por bondadoso, no es por ser pariente del Francisco de Asís que le perdona la vida. Resulta que Abelardo se da cuenta de que a la cucaracha la necesita crucialmente.
«¿Para qué?», le pregunté. «Para hablarle de literatura a rajacincha. Para contarle que había una vez Borges y Kafka y Arlt y Poe y había Sartre y había Marechal y había.»
Observemos: la cucaracha ahora lo está escuchando, fascinada, y por eso ella también se siente de oro.
No se va, no podrá irse la cucaracha porque ha sido encantada por ese hombrecito de voz pedregosa que está condenado a perpetuidad, y sin posibilidad de arresto domiciliario.
Digámoslo: merecida tiene la cárcel, y de por vida. Porque ese Abelardo es un gozador serial, se pasó la vida robando libros.
Por prescripción médica
La prodigiosa adicción a los libros de nuestro Abelardo me estimula, con apenas una vueltita de tuerca, a escribir otra leve ficción. Si no la comparto, reviento. Aquí va:
Resulta que alguien que podría ser Abelardo Castillo, pasados sus 60 años, de pronto acusa mareos, siente cansancio desde que se levanta. Decide afrontar un chequeo. El médico, ya con el resultado en mano, murmura, cabecea preocupado. Finalmente le recomienda, urgente, una actividad física de al menos una hora, día por medio.
El paciente, que podría llamarse Abelardo, al día siguiente sale de su casa a media tarde, termina en una librería. Una vez en su interior, se arroja a la tentación de los libros. Escarbando y mironeando, se pasa casi una hora hasta que elige uno, lo hojea con sed; de pronto lo disimula en un diario que coloca bajo su axila izquierda. Y se retira de la librería con pasos de impostada tranquilidad. Ya está en la vereda y corre, corre queselallevaputas. Mientras corre piensa en voz alta: «Esto es lo que necesito, carajo, actividad física, actividad física »
No era tan sencillo: tan rápido como el tal Abelardo corre el joven librero. Antes de las dos cuadras lo alcanza, y sin resollar le dice:
Perdón, muéstreme lo que lleva entre medio de ese diario.
¿No ve? Un libro llevo. ¿Qué tiene de malo?
Ese libro no es suyo. Usted no lo pagó.
Este libro es mío. Porque me lo voy a leer entero. «