Cuba pagó con un doble castigo su deseo de ser libre, independiente y soberana.
El feroz bloqueo económico comercial y financiero de octubre de 1960 (una política que muchos homologan a un genocidio) fue la respuesta de EE UU a la determinación de la entonces joven Revolución Cubana de defender su soberanía.
El otro lastre se llama Guantánamo: ocupada desde 1903 por el poderoso ejército norteamericano y cuyo valor estratégico ya habían advertido Cristóbal Colón –cuando llegó en 1494 y la bautizó Puerto Grande– y los británicos que intentaron infructuosamente invadirlo en 1741. Es una bahía cuya ubicación geográfica y características meteorológicas la vuelven geoestratégicamente indispensable para dominar no sólo el Golfo de México, el Mar Caribe y el Atlántico, sino que, para EE UU, es una locación fundamental para proteger toda su costa Este y controlar México, América Central y el norte de Sudamérica.
Los estrategas norteamericanos del siglo XIX tenían clarísima la importancia de la isla cuando planificaron su supremacía por sobre todo el continente y soñaban con un futuro sin límites. Por eso echaron a los españoles urdiendo un ataque falso al acorazado Maine (1898) y luego se aseguraron de que la joven nación independiente les «arrendara a perpetuidad» la bahía para instalar la Base Naval de Guantánamo.
Conocer el valor de esa porción de tierra bañada por un mar de azul intenso permite entender la afrenta imperdonable que significó la gesta revolucionaria de Fidel Castro y los barbudos: una astilla en el ojo de Cíclope.
Hoy Guantánamo sigue siendo tierra cubana invadida y mancillada. En el siglo XXI, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y los profundos cambios militares encarados por el Pentágono, la base naval se convirtió en uno de los lugares más siniestros de la Tierra. El presidente George Bush hijo declaró la «guerra global contra el terrorismo» y abrió allí un centro de detención e interrogatorio donde se violaron sistemáticamente los Derechos Humanos y las leyes internacionales.
De nada valió que en febrero de 2006, el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, pidiera la clausura de la cárcel «lo antes posible». No sólo no se cerró sino que siete meses después, legisladores republicanos y demócratas aprobaron la Ley de Comisiones Militares por la que quedó suspendido el hábeas corpus y se autorizó la prisión indefinida y sin apelación de los detenidos. Tampoco sirvió de nada un informe del Parlamento Europeo que denunció que «entre 2001 y 2005 los aviones de la CIA hicieron al menos 1245 escalas en aeropuertos europeos llevando a bordo a sospechosos víctimas de ‘desapariciones forzadas’, conducidos ilegalmente hacia la cárcel de Guantánamo donde la tortura es una práctica habitual».
El gobierno de Barack Obama simuló ser una excepción y el 22 de enero de 2009 firmó una orden ejecutiva para el cierre de la cárcel, decreto que jamás se cumplió. Con el presidente Donald Trump esa posibilidad ni se concibe. No obstante el gobierno de Cuba no se da por vencido y sigue luchando por la expulsión definitiva del invasor.