“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir –dijo José Saramago en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura que recibió en 1998-. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.”

“Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. (…)”

“Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.”

Quizá este sea uno de los discursos más conmovedores de aceptación del Nobel que se hayan pronunciado nunca. Demuestra, entre otras cosas, que la infancia se lleva siempre sobre los hombros, que jamás queda en el pasado y que, en el caso de Saramago, como en el de todos los escritores de manera más o menos evidente, está profundamente enraizada en su obra.

Pese a haberse convertido en alguien conocido en todo el mundo y de haber recibido el galardón máximo a que puede aspirar un escritor, nunca dejó de ser el niño que, en verano, se acostaba junto  a su abuelo bajo la higuera, se dormía bajo las estrellas y compartía la pobreza familiar como algo natural, sin que esta menguara su asombro frente al mundo. La situación económica era tan apremiante, que no pudo completar sus estudios secundarios. Se dedicó entonces a ejercer diversos oficios. Antes de dedicarse a la literatura fue ayudante de mecánico, cerrajero, traductor y periodista.

Saramago visitó varias veces la Argentina. No solo participó de la Feria del Libro, de conferencias, presentaciones, homenajes y fue jurado de premios, sino que asistió también  al Congreso de la Lengua que se llevó a cabo en Rosario en 2004, donde homenajeó  a Ernesto Sábato y luego visitó una escuela en la que habló de la libertad. Sus palabras resuenan hoy de manera singular cuando se habla de falta de libertad y de “infectadura” con una actitud que banaliza tanto la horrorosa dictadura cívico militar que padecimos como la pandemia que estamos padeciendo. «Escuchaba el Himno Nacional Argentino –dijo- y me preguntaba si durante la dictadura se seguía cantando. Y como sé que fue así pensé que hay que tener mucho cuidado con las palabras. Porque en ese tiempo, la palabra libertad tenía dos sentidos: para ellos era libertad para matar y para torturar. Los que contra ellos luchaban la usaban para resistir, para salvar la dignidad del pueblo argentino. Las palabras no son ni inocentes ni impunes. Hay que tener muchísimo cuidado con ellas. Por favor no repitan las palabras por inercia, porque eso es mortal. No inmediatamente en el cuerpo pero sí en el espíritu».

Sabía bien de lo que hablaba. Había militado en el Partido Comunista desde 1969 y en 1974 había participado de la Revolución de los Claveles que puso fin a la dictadura de más de 40 años de António de Oliveira Salazar.  El magistral cuento “La silla” que figura en Casi un objeto, da cuenta de cómo la carcoma va royendo el trono del dictador.

Un año después de ganar el Nobel, en 1999, estuvo en el país invitado por la Fundación Internacional Jorge Luis Borges para dar una conferencia magistral en homenaje al centenario del nacimiento del autor argentino. Hubo también otras visitas. La última fue en 2007, cuando fue jurado del Premio Clarín y se entrevistó con la entonces presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner.

Sus libros han recorrido el mundo y quien quiera saber de ellos y de sus fechas de publicación no tiene más que buscarlos en Google. Por eso, en tiempos en que el odio parece por momentos ser el sentimiento dominante, en esta nota preferimos destacar sus actitud ética. Saramago tuvo una existencia dura. Cuando la vida le permitió dedicarse a la literatura tenía 52 años, la edad en que la  mayoría considera que tiene una vida hecha. A él, le restaba muchísimo por hacer y lo hizo sin resentimientos, sin reproches, con una enorme valentía escondida bajo su timidez y su perfil bajo, con paciencia y dedicación, con la modestia de quien considera que escribir es un oficio como el de cerrajero, pastor o mecánico y no espera el reconocimiento del mundo.